No serían ni las 11,30 cuando bajo al salón-cocina y P. me está esperando con el zumo de naranja, el café y los cruasanes calientitos. P., el aroma de mi hogar.
Nos volvemos a liar la manta a la cabeza y con los primeros rayos de sol nos encaminamos a Pontivy.
Pontivy tiene el castillo de torreones más gordos de toda Bretaña. De verdad que son gordos, gordos. Aparte del castillo, el canal de Nantes a Brest para hacerse una vía verde en bicicleta, una calle con sus casitas de entramado ([entgamé], según el francés sin esfuerzo de P.) y mucha tienda de souvenirs.
El canal de Brest a Nantes
Las casitas de entgamé
Par de toques modernisto-industriales.
Por cierto, que luego nos preguntamos por qué los franceses ganan todas las medallas de tiro de pichón y cosas de esas. Si en un pueblo pequeñito como este tienen ese pedazo de escuela de tiro con arco, no quiero imaginar las grandes instalaciones de lucha grecorromana, fútbol de canastos, tenis con piedras y otros deportes que habrá partout en France
¿Qué? Las torres ¿son gordas o no son gordas?
En una de estas tiendas habitaba el Jilguero de Pavlov, un señor dependiente que, estuviese donde estuviese, haciendo lo que fuera, era oír la campanilla de la puerta y se ponía a cantar ese bonjour a la bretona tantas veces imitado pero nunca conseguido por foráneos.
De hecho, un par de veces hicimos la prueba: nos acercamos a la puerta lo suficiente para que sonase la campanilla y el señor, desde el fondo de la tienda y sin mirar: bonjouuuuuuuuuur.
Nuevo problema con la comida:
Bar en la plaza con tiovivo (la plaza, no el bar). Señor vaca que nos mira fija e implacablemente durante interminables segundos a dos metros de distancia: lo normal.
Camarero que coloca manteles, cubiertos, servilletas y vasos.
-¿Comanda?. Dos cervezas y unos moules, le contestamos
-¿Sólo una de mejillones?, pregunta espantado
Se le muda la cara al bretón, que recoge manteles, cubiertos, servilletas y vasos y se va.
Pausa valorativa por nuestra parte durante la cual la palabra payaso es la más repetida.
Tras lo que pareció un siglo y cuando ya no dábamos crédito a lo que sucedía, vuelve a aparecer el camarero bretón con un mantel blanco, no morado, unas servilletas blancas, no amarillas, y un tenedor.
Estanlocosestosbretones.
Paseíto por el pueblo y nuevo intento de ver en la tele algo distinto a la lucha grecorromana en un pub local: fracaso.
Y tiempo justo para llegar a las 6 a Galicia, digo a Lorient.
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